miércoles, noviembre 22, 2006

Y todos cantaron

Era un cliente habitual. Pero uno de esos que prefieren esconderse en la multitud, casi demasiado tímido como para entablar conversación con ninguno de los camareros y camareras. Alguna vez entraba al bar, a eso de las nueve de la tarde, acompañado por una funda de guitarra. Solía pasar no demasiado tiempo allí entre semana. Lo justo para tomar una caña y charlar con algún amigo acerca de cómo les había ido el día.

Los fines de semana, sin embargo, dejaba parte de su timidez a un lado. Motivado, claro, porque las cañas habituales se convertían en copas de Brugal con cola. Además, cuando la noche anunciaba que era la hora de subir el volumen de la música, a aquel chaval con pinta de despista y desaguisado, le daba por castigarse la garganta. Aunque, no con todas las canciones. Tan sólo con aquellas con cierto contenido. Parecía, así, que tenía cierta debilidad por grupos como Extremoduro o Fito y Fitipaldis. Tampoco hacía ascos a Springsteen, cuando sonaba de vez en cuando, o incluso a U2.

Sin embargo, pese a que desterraba un pequeño porcentaje de su lado tímido, jamás nadie más allá de su grupo de amigos sabía su nombre. Cuando pedía las copas, incluso cuando más borracho estaba, lo hacía en voz baja, apenas audible, y sin mirar a ninguna parte. Incluso, beodo, no se le veía demasiado participativo en las animadas conversaciones de sus amigos. Sólo salía de sí mismo, con la fuerza de un río, cuando sonaba alguna canción que le diera por cantar. Parecía que había que tocarle alguna misteriosa tecla para que funcionase, para que se reactivara.

Un día apareció acompañado de su funda de guitarra y una mochila. Llegaba sonriente, incluso con el paso más firme de lo habitual. Los ojos le brillaban y pidió con seguridad un Brugal con cola dando un manotazo sobre la barra. Se abrazó a sus amigos. Los camareros y camareras, mientras, miraban con curiosidad la escena. Aquella noche, aquel tímido chico, se puso más borracho que nunca, aunque no tanto como para no poder desenfundar la guitarra y tocarla con felicidad, casi con violencia, a punto de romper las cuerdas, y dejándose la vida en cada nota que salía de sus manos y su garganta. De pronto, el resto de clientes rompieron a aplaudir. Él, con gesto serio y sorprendido, miró hacia abajo y enfundó de nuevo el instrumento de seis cuerdas.

Aquella noche fue la última que entró en el bar, al menos físicamente. Porque un día estaba sola por la tarde una de las camareras, mirando en el televisor un canal de videoclips. De pronto, vio el rostro de aquel chico. No tuvo tiempo en fijarse ni en el título de la canción. Tan sólo, en el nombre del tímido de la guitarra. 'Juan', ése era su simple nombre artístico. Algo sencillo, monosílabo, como si le sonrojara haberse puesto algún apellido para el gran público. La canción comenzó a sonar, cada día más, en radios y televisiones. Y un día, todos, los amigos, los clientes y los camareros, cantaron a coro la canción de aquel chico del que nadie, salvo sus amigos, supo jamás su nombre. Porque no, no era Juan. También fue tímido para eso.

lunes, noviembre 20, 2006

El caballero del White Label

La noche permanecía tranquila. Era un día laborable. En fin, una de esas jornadas en las que tan sólo se acercaban por el bar aquéllos que salen tarde de trabajar. En su gran mayoría, gente de traje y corbata que acuden al calor del alcohol con hielos para el relajo final del día. Reuniones tardías, trabajos en horas post laborales, alguna copa después de una cena. El bar tenía la luz baja y la música no demasiado alta. El olor a tabaco se fundía con el aroma a madera de la tarima, la barra y las banquetas. Sonaban canciones elegantes ante los oídos de dos tipos en la barra y cuatro sentados en una mesa. La hora de cerrar estaba cerca, a menos de 30 minutos.

El caballero entró con gesto plomizo. Con una imagen de agobio. Perfectamente disimulado en su traje azul con camisa clara. La corbata, firmemente anudada pese a la dureza de los tiempos, lucía oscura. Ni siquiera mugió un saludo. Se sentó en el taburete, apoyó el codo derecho y con el gesto taciturno pidió un White Label. Con hielo, especificó. Mientras prendía un Marlboro, siguió con la mirada el culo de la camarera, como un gato que persigue una mosca. Agarró la copa y, mientras bebía el primer sorbo, miró su desnudo dedo anular. Aquello le recordó los días en los que tenía a alguien esperando en casa al regreso de la oficina de la caja de ahorros en la que trabajaba como director.

Aquel día, el caballero venía de cenar solo, pues no había encontrado compañía. Tomaba whisky para curar las heridas internas. Esas heridas que tardan años en cicatrizar, si es que lo hacen. Antes de cenar, sus compañeros y amigos del trabajo habían ido cogiendo el camino del hogar, quejosos por tener que aguantar a la mujer y los hijos. Él, sin embargo, pagaría por sufrir tal tortura. Curioso es cómo cambian las situaciones en función del tiempo en que uno las vive. En el presente, el pasado siempre nos parece mejor.

Cuando se vio solo, con un par de maletas de marca en el rellano, pensó que podría vivir con su madre. Pero declinó hacerlo por no tener que aguantarla. Prefería tener que aguantarse tan sólo a sí mismo.

Y ahora estaba allí. Apoyado en la barra del único bar decente que vio abierto. El whisky giraba en la copa, mecido por los giros que él dibujaba con su mano. Echó de nuevo un vistazo al culo de la camarera. Apenas escuchó la música que sonaba. Tan sólo pensaba. Mejor dicho, tan sólo hurgaba en su propia herida.

Dio el último trago. Los hielos quedaron a medio deshacer. Dejó la copa con suavidad. Y así, sin despedirse ni siquiera de ese culo que soñaba con tocar, se marchó. Con pasos melancólicos abandonó el bar. Tan sólo miró atrás para observar una tragaperras que no le motivó. Salió a la calle ignorando que allí, junto a él, estaba un joven despeinado imaginando su vida para luego contarla en un blog de internet.